martes, 30 de agosto de 2011

Martina de Francisco: un siglo de vida con una sonrisa



Martina de Francisco del Olmo Chicharro nació en Rienda un 12 de noviembre de 1910. Desde entonces, ha vivido un sin fin de episodios que se pueden resumir en dos aspectos fundamentales: la dedicación a sus hijos y el trabajo duro para poder sobrevivir. Ahora su familia celebra por todo lo alto el que será el cumpleaños del centenario. De modo que están todos invitados. Pasen.
Lo primero que llama la atención del salón de Martina de Francisco son las fotografías colocadas en las paredes de la habitación. Se trata de imágenes de todos sus hijos, que no fueron pocos, porque tuvo nada menos que diez partos. Esta mujer ha tenido una vida muy dura y longeva, pero aparenta ser mucho más joven de lo que es. Su rostro es alegre y, pese a los años y el sufrimiento, no ha perdido ni una pizca de vitalidad. Sorprende su extraordinaria capacidad para comunicarse y su agilidad para moverse de un lado a otro, tanto dentro como fuera de la casa. Pero no usa bastón, en raras ocasiones utiliza gafas –tan sólo para leer, que es una de sus grandes aficiones–, y jamás pierde la oportunidad de mantener una conversación.Por ello, Martina no está muy convencida de los cambios que está sufriendo su residencia, como la barandilla para sujetarse en las escaleras o la nueva estufa de la cocina. Ella defiende que su domicilio “siempre ha estado así”, y lo dice con una sonrisa pícara, moviendo los ojos vivazmente, de derecha a izquierda, mientras escucha los cuchicheos de dos de sus hijas aquí presentes, Angelita y Asun. Su familia la adora.  Ella comenta que en el domicilio de sus chicos en Zaragoza se sienta y no pone pegas con respecto a los cambios, pero en su vivienda de Rienda es distinto, porque esta casa ha sido –y sigue siendo– su auténtico hogar. Por lo menos, desde que Martina contrajo matrimonio con Anastasio, ya fallecido.


Pero mucho antes de eso, en la década de 1920, esta vecina de Rienda se vio obligada a superar los grandes escollos propios de aquella durísima España rural. Su padre murió cuando ella tenía tan sólo tres años y, al mismo tiempo, falleció uno de sus hermanos. Posteriormente, cuando Martina contaba ya con 18 años, perdió a su madre y a una hermana adulta. Por suerte, contaba con otro hermano. Gracias a él, obtuvo algo de apoyo, que no duró demasiado, ya que el chico se ausentó durante unos meses para realizar el servicio militar obligatorio. Frente a este panorama, se vio en un serio conflicto. Por un lado, era demasiado joven para ocuparse por sí sola de las tierras y, por otro, necesitaba una ayuda varonil que no sería bien vista por la sociedad de la época. Al no estar casada, sus probabilidades de prosperar eran escasas. Probó contratando a un chico de 14 años para ayudarla en el campo, y llegó a un acuerdo con su cuñado para repartirse el trabajo. Martina tenía propiedades en Rienda y, su familiar, en Alcolea de las Peñas, pueblo situado a unos siete kilómetros de distancia de su localidad de origen. Para ello, recorría a diario sola la ruta que separaba ambos municipios a lomos de las caballerizas. Durante ese tiempo, la protagonista prácticamente “no dormía”. Incluso había vecinos de Tordelrábano –pueblo situado a medio camino entre Rienda y Alcolea– que se sorprendían al verla a horas tan intempestivas.


Ante esta situación, la solución más común de la época pasaba por el matrimonio. El problema de Martina era que siempre estaba de luto, y ello complicaba mucho las cosas. “Esto hacía que nunca me sacasen a bailar”, explica. No obstante, su futuro marido, Anastasio Vázquez, que también era de Rienda, encontró la posibilidad de cortejarla siendo el primero en ofrecerle un ramo en el día de San Juan. “Yo subía a soltar las cabras y me dice una señora: –Martina, tienes un ramo en la ventana–. Yo no tenía ganas de flores por la muerte de mis seres queridos, pero luego me decía mi cuñado: – Tú verás, eres joven”.


De este modo, al volver el hermano de Martina de cumplir el servicio militar, ambos contrajeron matrimonio con sus respectivas parejas: ella con Anastasio y él con otra vecina del pueblo. Algo que era muy habitual por aquél entonces. Cuenta Martina que compraron dos cochinas para la comida de las bodas. No se sabe cómo, pero las bestias escaparon un día lluvioso y dieron pié a la gente del pueblo a bromear con que por ahí iban «las cochinas de las novias». Martina y su familia no aguantan las risas con este episodio. Otra anécdota fue la del primer día que hizo la cena a su esposo y a su suegro, que fue una de las primeras veces que durmió en la que ha sido su casa de toda la vida. Ella les preparó almortas, unas legumbres parecidas a las habas, pero aplastadas. Lamentablemente, el plato no fue del agrado de los comensales, porque ni si quiera lo probaron. “Voy a ponerlas a la mesa, se empiezan a mirar el uno al otro y dije: –¿Señor, a qué están ustedes acostumbrados?–. Hacía cuatro días que me había casado y rechazarme así... ¡Claro! Que quien no perdona no es perdonado”. Fuera o no por casualidad, a partir de ese día, este guiso fue retirado del menú familiar.


Gracias al matrimonio, la vida de esta vecina de Rienda tomó un nuevo rumbo, porque ya no tenía el impedimento social y económico de estar soltera. Pronto empezaron a llegar los primeros hijos. Mientras éstos iban naciendo, ella tenía que compaginar su labor de madre con el cuidado de la casa y las tierras. Tampoco se libró de luchar contra enfermedades que mermaron la salud de sus más allegados. En este sentido, Anastasio aprendió a poner inyecciones por culpa de una epidemia de sarampión. Tal era el jaleo de la mujer con tanto crío, que debía dejarlos en casa, con la puerta cerrada, para poder hacer la colada en una de las fuentes de la localidad, entre otras labores. Y como las noticias vuelan en los pueblos, siempre algún vecino le iba narrando los acontecimientos que acaecían en su casa: “Un día estaba lavando en la fuente de arriba porque aquí, en la casa, no había agua. Había uno barriendo en la calle y me dice:  –Mira, te voy a dar una noticia. –¿Qué noticia? –respondí. –Que tienes un chico en la gatera del portal, otra en la ventana de la cocina, otro en la ventana del dormitorio y otro se oye en la cama. No tengo nada más que darte esta noticia”. “Yo he criado a mis hijos. Nadie me ha echado una mano. Estaban todos ocupados de una manera o de otra”, confiesa.


Con la llegada del verano su marido y ella contaban con cierta ayuda para segar sus tierras: “Los peones venían a mi casa a buscar trabajo. Se les daba comida y un dinero correspondiente. Venían murcianos, valencianos...”.
Coincidiendo con esta labor, Martina preparaba a sus obreros un menú especial que detalla a continuación: “Antes de salir al campo –entre las 5:30 y 6:00 de la mañana–  preparaba un desayuno fuerte con unas pastas, unas rosquillas y una copa de licor. Después, a eso de las 8:00, les llevabas el almuerzo: o unas migas, o unas sopas de ajo o de lo que fuera, bien condicionadas para que te trabajaran bien los peones. Cuando estaban segando a media mañana, les acercaba una tortilla con una pieza de adobo a cada uno, y, a mediodía, un cocido”. Cada día utilizaba una res distinta para preparar los cocidos, con el fin de tener la pieza fresca. “¡No era como ahora, que hay frigoríficos!” Luego, por la tarde, les preparaba una carne guisada, pollo o jamón –según el día–, mientras que por la noche, judías o huevos para todos. Finalmente, les ofrecía unas pastas.

Durante la Guerra Civil, el marido de Martina, junto a más hombres del pueblo, se vieron obligados a esconderse fuera de sus casas por si venían a llevárselos las tropas. En este contexto, “estábamos segando mi esposo y yo, junto a la carretera, y vinieron ocho camiones de milicianos, ¡de los rojos!, y claro, yo me había dejado a las niñas en la cama, ¡todas!, y yo decía: –¡ay mis niñas! –. Mi marido y yo dejamos todo y echamos a correr. Y según íbamos marchando, vino un avión de los rojos preguntando que si estaban aquí los nacionales. ¡Tan bajo iba, que le tiraron la gorra a mi marido!”. En otra ocasión durante la contienda, la mujer tuvo a dos capitanes del bando franquista durmiendo en su casa, así como a varios soldados en el pajar. Tal y como recuerda, “el regimiento se repartía por las casas. Había quien podía tener más gente. Yo tenía seis en el pajar, los capitanes estaban arriba, pero los demás abajo. Allí aprendí, entre otras cosas, a hablar otra lengua. ¡Pero ya no me acuerdo!”. Y para demostrarlo pronuncia, nostálgica y sonriente, unas palabras en italiano.


Años después, ella y su marido tomaron la dura decisión de mudarse desde su pueblo natal, Rienda, a Sigüenza, y así hacer frente a los gastos generados por los estudios de dos de sus hijos, internos en el Seminario. Para ello, se vieron obligados a vender parte de las tierras que tenían en Rienda. Pero el esfuerzo se vio recompensado años más tarde, porque sus hijos Francisco y Laurentino, junto con la ayuda de su hija Angelita, prosperaron y terminaron fundando el colegio Valdefierro en Zaragoza. Durante esos años en la ciudad del Doncel, que fueron cerca de 20, Anastasio se dedicó a la jardinería y Martina “hacía lo que podía” cuando sus hijos no la veían. “Trabajaba en casas, y los dueños estaban tan contentos que siempre querían que volviera”, desvela. Finalmente, el marido de Martina cayó enfermo y volvieron a mudarse, pero ésta vez con destino a Zaragoza, bajo el amparo de sus hijos.

Frente a los duros momentos, la religión ha sido la gran ayuda de esta mujer. La oración y el trabajo, añade su familia. Ella se enorgullece de no dejar nada en el tintero “he bordado, he hecho punto, he cosido, he segado, he escardado, he hecho pan, he cocinado, he lavado”. En la actualidad, ha vuelto a su casa de Rienda, eso sí, acompañada por parte de su familia, aunque pasa el invierno en la capital aragonesa. Ahora, estando próxima la celebración de su centésimo cumpleaños, Martina repasa su vida longeva con sabiduría y nos hace una confesión: “Si volviera a vivir hubiera hecho otra vida. Otro modo de vivir, ni bueno ni malo, nada más que cambiar de vida”. 

Publicado originalmente en El Afilador (noviembre 2010)

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