martes, 30 de agosto de 2011

VIAJE AL PASADO: EL DESPOBLADO DE MORENGLOS




Morenglos, situado entre los pueblos de Tordelrábano y Alcolea de las Peñas, lleva abandonado desde el primer tercio del siglo XIX, es decir, nada menos que 200 años.  Actualmente, todo lo relacionado con este despoblado es un completo enigma para los vecinos de los municipios aledaños y sólo disponemos de escasos documentos que han salido a la luz gracias a la labor de varios investigadores implicados en la zona.



Este pequeño enclave pertenece, hoy día, al término municipal de Alcolea de las Peñas y se enmarca dentro de los alrededores de Atienza (Guadalajara). Los vecinos de los dos pueblos fronterizos coinciden en saber más bien poco o nada sobre quienes vivían en el despoblado y sólo recuerdan que ha servido de cantera para la construcción de nuevas viviendas, y que la iglesia fue pasto de las termitas hace muchos años. A simple vista, lo único que destaca de Morenglos es la espadaña de la iglesia que, inmune al paso de los siglos, recorta el horizonte vista desde la carretera. Varios vecinos de Tordelrábano coinciden en que un albañil intentó llevarse las piedras del templo a mediados del siglo XX. No obstante, A.U., vecina de Alcolea de las Peñas e investigadora local, descarta esta posibilidad porque las piedras estaban tan bien sujetas con argamasa en la parte inferior “que tenía que haberlas cogido de lo alto de la torre, de lo contrario, hubiera sido humanamente imposible”.

Firma original de Juan Cebolla (1769)
La iglesia románica de Morenglos permaneció en pié, al menos, hasta finales del siglo XVIII, según confirman los documentos del Archivo Diocesano de Sigüenza. Corría el año 1769 cuando el teniente cura de Alcolea y Tordelrábano, Don Juan Cebolla, dio fe del buen estado del edificio ante notario, salvo por pequeños desperfectos en el suelo, varias goteras y la pila bautismal algo baja. La visita del religioso vino motivada porque los habitantes de Morenglos habían solicitado que la iglesia recuperase el Santo Sacramento, perdido en 1764 porque la zona había quedado prácticamente despoblada. Pero Morenglos volvía a estar habitado y los cuatro vecinos censados, junto a sus familias (unas 14 personas en total), tenían que desplazarse hasta Alcolea de las Peñas para asistir a Misa, cruzando, al principio de buen agrado y luego de mala gana, el arroyo que separaba ambos lugares. Es importante decir que, durante la época, al menos uno de los arroyos de la zona sufría crecidas y ello hacía muy complicado atravesar sus orillas.

Finalmente, el templo fue acondicionado y, con la obligación firmada por los vecinos de ocuparse del mantenimiento del mismo, recuperó el Santísimo Sacramento durante unos años, de la mano del cura de Tordelrábano de la época, Don Marcelino Gutiérrez, pese a sus reticencias iniciales. El trasfondo de la historia, como desvela Juan Antonio Marco, sacerdote e investigador, estaba en que los nuevos moradores de Morenglos pretendían “controlar los diezmos de esa iglesia a través del cargo de mayordomo” (persona que administraba los bienes parroquiales), que hubiera “recaído en uno de ellos”. Aunque, lo más probable, según los documentos, es que tales competencias recayeran, a pesar de todo, en el mayordomo de fábrica de Tordelrábano, quien administraría los bienes de ambas parroquias.

Interior de la cueva bajo la espadaña
Las idas y venidas de habitantes llegaron a ser una constante en la historia más reciente de Morenglos, lo que hace pensar, continúa Marco, en una “población flotante”, es decir, “que pasaban por ahí y se quedaban, marchándose a otros lugares en cuanto podían”. El propio Juan Cebolla, en su informe de 1769, escribía que “de muchos años a esta parte no han conocido en este lugar mas vecinos que quatro o zinco, y que tampoco hay mas casas donde habitar”. Esta “falta de arraigo”, así como la escasez de la población hicieron que Morenglos fuera dependiente de sus pueblos vecinos. Sólo así se explica el “expolio” sufrido por el despoblado incluso antes de su abandono definitivo a principios del siglo XIX. Es el caso del préstamo de la campana a la iglesia de Alcolea en 1650, un elemento que nunca fue devuelto, ya que la autoridad eclesiástica dictaminó que era más necesaria en el pueblo vecino.  Por suerte, añade Juan Antonio Marco, pese a que el mencionado instrumento se quedó en Alcolea (y años después se refundió para aumentar su tamaño), la torre de Morenglos contó con una nueva campana hacia 1695 y, de ahí, que la iglesia siguiera teniendo uso en los años sucesivos.



Detalle de las tumbas antropomorfas
En actualidad, las ruinas de la parroquia de Morenglos se sustentan sobre una gran roca maciza en la que se distinguen varias tumbas antropoides, tanto de adultos como de niños, en orientación oeste-este. Asimismo, en un nivel inferior del macizo rocoso, encontramos cuevas artificiales que, según los expertos, debieron utilizarse como viviendas.  A escasos metros al oeste de la espadaña, visualizamos una segunda masa rocosa con otra cueva escavada en su interior. Esta concavidad artificial es mucho más grande que las anteriores, con canalizaciones en el techo para facilitar la entrada de agua a un gran aljibe, prácticamente oculto por la vegetación.  De este sector, A.U. explica que “allí había por lo menos cinco viviendas. Ya no se ven porque los propietarios echaron piedras para limpiar la finca. Eso sí, una se ve perfectamente: salidas de humo, conducciones de agua, etc.”.

Interior de la cueva del sector II
En lo referente al aspecto que pudo tener el despoblado, Marcos Nieto, autor del portal especializado en historia antigua de Sigüenza y sus alrededores, histgüeb.net, opina que, pese a desconocer cuál sería el uso original de las cuevas, “las casas estarían dispuestas en torno a las dos masas rocosas, aprovechándolas como apoyo firme para el maderamen, como parecen indicar las múltiples improntas de vigas en dichos muros pétreos, que indican que no una, sino múltiples construcciones se han apoyado en los mismos”. Por lo tanto, añade, “las cuevas excavadas serían empleadas como cuadras o similares, como se sigue haciendo en muchos sitios”.  No obstante, varios vecinos aseguran que no han visto ningún tipo de restos de construcción: ni de madera, ni de tejas, ni de yeso. “No me extrañaría que cuando se despobló el lugar a mediados del siglo XIX se transportasen al vecino Tordelrábano, pues esos materiales tenían mucho más valor entonces que ahora y la distancia era corta”, concluye Nieto.

Los orígenes
Enrique Daza Pardo, arqueólogo de la Dirección General de Cultura en Toledo y especialista en arqueología medieval, sitúa el origen de Morenglos en torno al siglo VII d.C., en plena época visigoda y lo considera un lugar “en continuo proceso de transformación” donde “se pone de manifiesto la coexistencia de los espacios habitacionales con los funerarios”. En este sentido, cercano al despoblado, se han encontrado yacimientos arqueológicos de origen romano y visigodo. “Destacaría en el paraje Cerrada de las Monjas una necrópolis de época visigoda del siglo VI, cuyos ajuares se custodian en parte en el Museo de Guadalajara y en el Museo de San Gil en Atienza.  Ésta necrópolis se estableció junto a las ruinas de una villa romana, de la que se tienen muy pocos datos”, continúa Daza Pardo. De lo que sí se tiene constancia es  que, supuestamente, una calzada romana cruzaba toda la región y unía Sigüenza con Tiermes, pasando por Atienza. Ejemplos de restos así se pueden encontrar en la cercana localidad de Paredes de Sigüenza.

Asimismo, este arqueólogo baraja la hipótesis de que, a partir del siglo X, el despoblado fue ocupado por asentamientos “de clara raigambre cristiana” que debieron coexistir con musulmanes. “Creemos que en esta zona la población islámica (de origen beréber) estuvo ceñida a Atienza y a algún otro asentamiento fortificado menor siempre relacionado con los puntos de control de caminos o con el control de la sal, tan importante en la comarca.  Es por ello que coexistan pequeñas comunidades cristianas muy dispersas y poco importantes bajo la dominación musulmana”.

Este episodio pudo coincidir, siguiendo a Daza Pardo, con la construcción de varias atalayas en la zona, dentro de un programa de refortificación realizado por parte del estado califal cordobés durante la época. Hecho que se atestigua en los cimientos de una torre de base circular encontrados encima de la cueva de Merendilla (situada a varios metros al sureste de Morenglos) o, en otro sentido, varios topónimos de la zona, como Tordelrábano (antes escrito “Torre del Rábano”) o Alcolea, cuyo nombre deriva de la expresión árabe al-qulaya, traducida al castellano como “castillo pequeño”.

Abandono final
Regresando a los últimos siglos de existencia del despoblado, lo que parece evidente es que Morenglos sufrió un abandono progresivo en beneficio de sus pueblos vecinos. Si la situación ocupacional en la segunda mitad siglo XVIII ya era bastante precaria, en el XIX llegó el ocaso definitivo. Concretamente, según recuerda A.U., “la última vecina del lugar se fue a vivir a Tordelrábano en 1803”. Juan Antonio Marco maneja datos que coinciden en este aspecto, dado que, según el libro de Fábrica de Morenglos, la aldea ya estaba despoblada en 1807, y, además, “ni la Demarcación Diocesana de 1850 ni la de 1899 contienen mención alguna a Morenglos, de donde se deduce que permaneció despoblado”, concluye Juan Antonio. Por último, según la investigación de Marcos Nieto, la iglesia ya estaba en ruinas hacia 1850, y sólo se distinguía un elemento ahora desaparecido: el caracol de la torre.


Virgen de la Artesilla
Como consecuencia de este abandono, los bienes de la iglesia de Morenglos se repartieron entre los dos pueblos vecinos. Varios habitantes aseguran que una de las tres campanas de Tordelrábano pertenece a Morenglos. Mientras que otras personas afirman que en la iglesia de Alcolea de las Peñas hay dos Sagrarios, concretamente uno encima del otro. Finalmente, volviendo a Tordelrábano, existe una reliquia de importante valor que las fuentes oficiales datan alrededor del siglo XVI, pero que otros investigadores sitúan mucho más atrás, en concreto durante la época visigoda. Este “tesoro” no es otra que la Virgen de la Artesilla, que debió descansar en el desaparecido templo de Morenglos durante siglos.






Cronología de Morenglos.


- s. VII: Orígenes de Morenglos y de la Cueva de la Merendilla. Época visigoda.
- s. X: Etapa de fortificación musulmana. Coexistencia entre cristianos y musulmanes.
- s XII: Repoblación cristiana. Creación de la parroquia. Morenglos debió tener un mayor tamaño y agrupar más familias.
- 1301: Morenglos aparece en el listado de aldeas perteneciente al arciprestazgo de Atienza.
- 1650: Préstamo de la campana de Morenglos a la iglesia de Alcolea
- 1681: Se realiza una reconstrucción de la espadaña de la iglesia (del libro de Fábrica de Morenglos)
- 1722: Los vecinos de Morenglos cruzan el arroyo para ir a Misa en Alcolea
- 1753: El Catastro de Ensenada informa de que hay tres vecinos en Morenglos
-1764: El pueblo se queda deshabitado.
-1767-69: Morenglos vuelve a tener habitantes. Historia de la reposición del Santísimo Sacramento en la iglesia.
- 1800: Un vecino de Morenglos es acusado de agredir al guarda del ganado de Tordelrábano.
-1803 (aprox.): La última vecina de Morenglos se traslada a Tordelrábano.
-1807: Última referencia en el libro de Cuentas de Fábrica de Morenglos. El lugar está despoblado.
-1850 (aprox.): Sólo se conservan algunos escombros y las ruinas de la iglesia, llamando la atención el caracol de la torre.




Publicado originalmente en El Afilador (edición impresa de agosto 2011)


Martina de Francisco: un siglo de vida con una sonrisa



Martina de Francisco del Olmo Chicharro nació en Rienda un 12 de noviembre de 1910. Desde entonces, ha vivido un sin fin de episodios que se pueden resumir en dos aspectos fundamentales: la dedicación a sus hijos y el trabajo duro para poder sobrevivir. Ahora su familia celebra por todo lo alto el que será el cumpleaños del centenario. De modo que están todos invitados. Pasen.
Lo primero que llama la atención del salón de Martina de Francisco son las fotografías colocadas en las paredes de la habitación. Se trata de imágenes de todos sus hijos, que no fueron pocos, porque tuvo nada menos que diez partos. Esta mujer ha tenido una vida muy dura y longeva, pero aparenta ser mucho más joven de lo que es. Su rostro es alegre y, pese a los años y el sufrimiento, no ha perdido ni una pizca de vitalidad. Sorprende su extraordinaria capacidad para comunicarse y su agilidad para moverse de un lado a otro, tanto dentro como fuera de la casa. Pero no usa bastón, en raras ocasiones utiliza gafas –tan sólo para leer, que es una de sus grandes aficiones–, y jamás pierde la oportunidad de mantener una conversación.Por ello, Martina no está muy convencida de los cambios que está sufriendo su residencia, como la barandilla para sujetarse en las escaleras o la nueva estufa de la cocina. Ella defiende que su domicilio “siempre ha estado así”, y lo dice con una sonrisa pícara, moviendo los ojos vivazmente, de derecha a izquierda, mientras escucha los cuchicheos de dos de sus hijas aquí presentes, Angelita y Asun. Su familia la adora.  Ella comenta que en el domicilio de sus chicos en Zaragoza se sienta y no pone pegas con respecto a los cambios, pero en su vivienda de Rienda es distinto, porque esta casa ha sido –y sigue siendo– su auténtico hogar. Por lo menos, desde que Martina contrajo matrimonio con Anastasio, ya fallecido.


Pero mucho antes de eso, en la década de 1920, esta vecina de Rienda se vio obligada a superar los grandes escollos propios de aquella durísima España rural. Su padre murió cuando ella tenía tan sólo tres años y, al mismo tiempo, falleció uno de sus hermanos. Posteriormente, cuando Martina contaba ya con 18 años, perdió a su madre y a una hermana adulta. Por suerte, contaba con otro hermano. Gracias a él, obtuvo algo de apoyo, que no duró demasiado, ya que el chico se ausentó durante unos meses para realizar el servicio militar obligatorio. Frente a este panorama, se vio en un serio conflicto. Por un lado, era demasiado joven para ocuparse por sí sola de las tierras y, por otro, necesitaba una ayuda varonil que no sería bien vista por la sociedad de la época. Al no estar casada, sus probabilidades de prosperar eran escasas. Probó contratando a un chico de 14 años para ayudarla en el campo, y llegó a un acuerdo con su cuñado para repartirse el trabajo. Martina tenía propiedades en Rienda y, su familiar, en Alcolea de las Peñas, pueblo situado a unos siete kilómetros de distancia de su localidad de origen. Para ello, recorría a diario sola la ruta que separaba ambos municipios a lomos de las caballerizas. Durante ese tiempo, la protagonista prácticamente “no dormía”. Incluso había vecinos de Tordelrábano –pueblo situado a medio camino entre Rienda y Alcolea– que se sorprendían al verla a horas tan intempestivas.


Ante esta situación, la solución más común de la época pasaba por el matrimonio. El problema de Martina era que siempre estaba de luto, y ello complicaba mucho las cosas. “Esto hacía que nunca me sacasen a bailar”, explica. No obstante, su futuro marido, Anastasio Vázquez, que también era de Rienda, encontró la posibilidad de cortejarla siendo el primero en ofrecerle un ramo en el día de San Juan. “Yo subía a soltar las cabras y me dice una señora: –Martina, tienes un ramo en la ventana–. Yo no tenía ganas de flores por la muerte de mis seres queridos, pero luego me decía mi cuñado: – Tú verás, eres joven”.


De este modo, al volver el hermano de Martina de cumplir el servicio militar, ambos contrajeron matrimonio con sus respectivas parejas: ella con Anastasio y él con otra vecina del pueblo. Algo que era muy habitual por aquél entonces. Cuenta Martina que compraron dos cochinas para la comida de las bodas. No se sabe cómo, pero las bestias escaparon un día lluvioso y dieron pié a la gente del pueblo a bromear con que por ahí iban «las cochinas de las novias». Martina y su familia no aguantan las risas con este episodio. Otra anécdota fue la del primer día que hizo la cena a su esposo y a su suegro, que fue una de las primeras veces que durmió en la que ha sido su casa de toda la vida. Ella les preparó almortas, unas legumbres parecidas a las habas, pero aplastadas. Lamentablemente, el plato no fue del agrado de los comensales, porque ni si quiera lo probaron. “Voy a ponerlas a la mesa, se empiezan a mirar el uno al otro y dije: –¿Señor, a qué están ustedes acostumbrados?–. Hacía cuatro días que me había casado y rechazarme así... ¡Claro! Que quien no perdona no es perdonado”. Fuera o no por casualidad, a partir de ese día, este guiso fue retirado del menú familiar.


Gracias al matrimonio, la vida de esta vecina de Rienda tomó un nuevo rumbo, porque ya no tenía el impedimento social y económico de estar soltera. Pronto empezaron a llegar los primeros hijos. Mientras éstos iban naciendo, ella tenía que compaginar su labor de madre con el cuidado de la casa y las tierras. Tampoco se libró de luchar contra enfermedades que mermaron la salud de sus más allegados. En este sentido, Anastasio aprendió a poner inyecciones por culpa de una epidemia de sarampión. Tal era el jaleo de la mujer con tanto crío, que debía dejarlos en casa, con la puerta cerrada, para poder hacer la colada en una de las fuentes de la localidad, entre otras labores. Y como las noticias vuelan en los pueblos, siempre algún vecino le iba narrando los acontecimientos que acaecían en su casa: “Un día estaba lavando en la fuente de arriba porque aquí, en la casa, no había agua. Había uno barriendo en la calle y me dice:  –Mira, te voy a dar una noticia. –¿Qué noticia? –respondí. –Que tienes un chico en la gatera del portal, otra en la ventana de la cocina, otro en la ventana del dormitorio y otro se oye en la cama. No tengo nada más que darte esta noticia”. “Yo he criado a mis hijos. Nadie me ha echado una mano. Estaban todos ocupados de una manera o de otra”, confiesa.


Con la llegada del verano su marido y ella contaban con cierta ayuda para segar sus tierras: “Los peones venían a mi casa a buscar trabajo. Se les daba comida y un dinero correspondiente. Venían murcianos, valencianos...”.
Coincidiendo con esta labor, Martina preparaba a sus obreros un menú especial que detalla a continuación: “Antes de salir al campo –entre las 5:30 y 6:00 de la mañana–  preparaba un desayuno fuerte con unas pastas, unas rosquillas y una copa de licor. Después, a eso de las 8:00, les llevabas el almuerzo: o unas migas, o unas sopas de ajo o de lo que fuera, bien condicionadas para que te trabajaran bien los peones. Cuando estaban segando a media mañana, les acercaba una tortilla con una pieza de adobo a cada uno, y, a mediodía, un cocido”. Cada día utilizaba una res distinta para preparar los cocidos, con el fin de tener la pieza fresca. “¡No era como ahora, que hay frigoríficos!” Luego, por la tarde, les preparaba una carne guisada, pollo o jamón –según el día–, mientras que por la noche, judías o huevos para todos. Finalmente, les ofrecía unas pastas.

Durante la Guerra Civil, el marido de Martina, junto a más hombres del pueblo, se vieron obligados a esconderse fuera de sus casas por si venían a llevárselos las tropas. En este contexto, “estábamos segando mi esposo y yo, junto a la carretera, y vinieron ocho camiones de milicianos, ¡de los rojos!, y claro, yo me había dejado a las niñas en la cama, ¡todas!, y yo decía: –¡ay mis niñas! –. Mi marido y yo dejamos todo y echamos a correr. Y según íbamos marchando, vino un avión de los rojos preguntando que si estaban aquí los nacionales. ¡Tan bajo iba, que le tiraron la gorra a mi marido!”. En otra ocasión durante la contienda, la mujer tuvo a dos capitanes del bando franquista durmiendo en su casa, así como a varios soldados en el pajar. Tal y como recuerda, “el regimiento se repartía por las casas. Había quien podía tener más gente. Yo tenía seis en el pajar, los capitanes estaban arriba, pero los demás abajo. Allí aprendí, entre otras cosas, a hablar otra lengua. ¡Pero ya no me acuerdo!”. Y para demostrarlo pronuncia, nostálgica y sonriente, unas palabras en italiano.


Años después, ella y su marido tomaron la dura decisión de mudarse desde su pueblo natal, Rienda, a Sigüenza, y así hacer frente a los gastos generados por los estudios de dos de sus hijos, internos en el Seminario. Para ello, se vieron obligados a vender parte de las tierras que tenían en Rienda. Pero el esfuerzo se vio recompensado años más tarde, porque sus hijos Francisco y Laurentino, junto con la ayuda de su hija Angelita, prosperaron y terminaron fundando el colegio Valdefierro en Zaragoza. Durante esos años en la ciudad del Doncel, que fueron cerca de 20, Anastasio se dedicó a la jardinería y Martina “hacía lo que podía” cuando sus hijos no la veían. “Trabajaba en casas, y los dueños estaban tan contentos que siempre querían que volviera”, desvela. Finalmente, el marido de Martina cayó enfermo y volvieron a mudarse, pero ésta vez con destino a Zaragoza, bajo el amparo de sus hijos.

Frente a los duros momentos, la religión ha sido la gran ayuda de esta mujer. La oración y el trabajo, añade su familia. Ella se enorgullece de no dejar nada en el tintero “he bordado, he hecho punto, he cosido, he segado, he escardado, he hecho pan, he cocinado, he lavado”. En la actualidad, ha vuelto a su casa de Rienda, eso sí, acompañada por parte de su familia, aunque pasa el invierno en la capital aragonesa. Ahora, estando próxima la celebración de su centésimo cumpleaños, Martina repasa su vida longeva con sabiduría y nos hace una confesión: “Si volviera a vivir hubiera hecho otra vida. Otro modo de vivir, ni bueno ni malo, nada más que cambiar de vida”. 

Publicado originalmente en El Afilador (noviembre 2010)